Fin de la Feria del Libro, calor inopinado para ser junio. Los jóvenes que van cerrando el curso y la promesa del agua salada, en Torremolinos o Torrevieja. Nueve meses de Invierno y tres de infierno. Y entre tanto, la verbena de San Isidro y la Feria del Libro. La dualidad del madrileño, lector y santo. Es lo que siempre hemos hablado aquí de los Madriles plurales, de los que nos ha ilustrado siempre la Literatura. El de las noches quedas y calmas en algunas calles del Noroeste, y el de otros lugares donde siempre amanece un muerto junto a un banco, y hay sangre en la hierba seca.
Es el Pasaje de la Luz, sí, y el ladrillo visto. Edificios afrancesados y de repente callejones galdosianos que ni siquiera invitan a la sombra. La juventud viviendo la noche en la terraza de los edificios de la plaza de España, y José Antonio mendigando algo, un mechero, un euro, lo que sea, a niñas que no se saben si quieren ser princesas y se suben al VTC.
Madrid es dual. O lo ha sido hasta que se va quedando en su soledad. Requemándose a sí mismo. Hemos intentado volver a vivir en Madrid con los libros en la calle y unos conciertos que vendrán, en breve, a ponerle el punto final a la ciudad. Cuando las calles mueren, el asfalto se licua, y no hay nada que hacer sino apretar los dientes.
Madrid va cerrando el ciclo de su gloriosa y breve primavera. Hoy arderá un gladiolo. Hoy un extranjero sufrirá un golpe de calor. Hoy un adoquín cualquiera de la calle será una piedra incandescente.
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